9 de febrero de 2025
En el corazón de la esperanza cristiana resuena la palabra poderosa que la Iglesia ha perseverado en anunciar: Cristo murió por nuestros pecados, fue sepultado, resucitó al tercer día. Esta es la certeza que nos mantiene vigilantes en medio de los desconciertos y las desventuras. Cuando, como Simón, hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado nada, es confiando en la palabra de Jesús que nos disponemos a echar las redes. Tal es el impulso que nos mueve a llevar la barca mar adentro cuando todo parece imposible. El que nos permite seguir adelante y ser sorprendidos por el poder de Dios, que actúa en las situaciones específicas de nuestra historia. Porque el Señor tiene siempre para nosotros signos de su salvación, y vamos descubriendo poco a poco que, mientras avanzamos, es en realidad Él mismo quien marca el rumbo y el paso, y quien no nos deja estacionarnos en el desánimo. Algo más grande de cuanto podemos imaginar nos espera. Hemos de ir lejos, siempre más lejos. Porque el océano inconmensurable al que nos dirige sólo tiene en los que aquí conocemos un modesto indicador.
La grandeza de Dios que se nos vuelve accesible nos desenmascara nuestras fragilidades e inconsistencias. Y es bueno que las reconozcamos. Con Simón o con Isaías. Pero no para retirarnos, sino para ponderar la misericordia. Dios no nos llama porque seamos grandes. El grande es Él. Es una condescendencia de su amor la que nos convoca. Pero tampoco nos quiere abandonar en nuestras miserias. Su intervención nos sana, nos habilita a su familiaridad. Esto lo ha cumplido ya al hacernos hijos suyos. Y nos ha manifestado la seriedad de su proyecto precisamente al habernos enviado a su Hijo como redentor. La brasa que ha purificado los labios proféticos es el mismo Espíritu Santo que nos sella como pertenencia suya y nos otorga la vida divina. Toda impureza queda efectivamente transformada desde la gracia y la conversión, de modo que anunciamos la verdad divina a pesar de la torpeza de nuestros balbuceos. Y con Pedro recibimos la consigna de un nuevo modo de entender nuestros afanes: ser pescadores de hombres es prolongar los hábitos adquiridos hacia el horizonte inabarcable de su trascendencia. No entendemos hasta dónde nos lleva, pero sabemos que podemos confiar. La conciencia de esa desproporción es la fe. La puesta en práctica de su encomienda es la caridad, vivida como esperanza.
Dejándolo todo, lo siguieron. Solemos leer estas palabras referidas a la vocación apostólica, y con ella a algunas consagraciones en la Iglesia. Y es con razón. Pero eso no implica que debamos renunciar a leerlas desde la primaria invitación al bautismo. Todos los cristianos, por el hecho mismo de pertenecerle a Cristo, somos constituidos sus discípulos, sus seguidores, y nos corresponde dejarlo todo. La comprensión de este abandono es fundamental para identificar nuestra plena respuesta a su bondad. Se trata de renunciar a todo criterio y ocupación que no signifique al mismo tiempo gloria de Dios. De no dejarnos atrapar por los dictados de la cultura de moda, de la preocupación por la opinión de quienes nos rodean, por los afanes que a toda costa procuran un beneficio egoísta. Es descubrir el valor absoluto del Reino de Dios como el tesoro escondido, como la perla más valiosa, y entonces jerarquizarlo todo en base a la primacía de Dios en nuestra vida. Entonces, de hecho, incluso los errores personales se perciben desde una nueva perspectiva, porque es por la gracia de Dios que somos lo que somos, y finalmente es siempre la gracia de Dios que está con nosotros la que nos permite hacer el bien.
Aunque este seguimiento radical pueda adquirir un perfil preciso en algunos momentos de la existencia, el hecho es que nos reclama cotidianamente una renovada conversión. Cada día, cada circunstancia, es una oportunidad de responder de nuevo a Jesús. Nadie debe considerarse suficientemente entrenado para la fidelidad irreprochable. Por ello mismo tenemos siempre nuevas ocasiones de profesar la fe. Y la actitud debe volver a ser manifestar la disponibilidad primera de quien se siente siempre de nuevo tocado por esa voz cautivadora: “Aquí estoy, Señor, envíame”. Porque el envío, el llegar a ser pescador de hombres, no es una tarea exclusiva de quienes se dedican oficialmente a la religión, sino la consecuencia natural de pertenecerle al Señor, de que Él nos establezca como sal de la tierra y luz del mundo.
La congregación dominical actualiza la experiencia originaria del bautismo. Nos permite escuchar de nuevo la consagración que hemos recibido y participar en ella desde el sacrificio eucarístico. Nos integra como hermanos y nos configura como cuerpo del Señor. Nos dota del Espíritu mismo que nos estableció como realidad santa y nos concede brillar ante el mundo desde nuestra pequeñez porque reflejamos la gloria en la que se nos ha dado participar. Peregrinos de esperanza, nos da vigor para continuar pero no en la ignorancia del misterio, sino embebidos de él y confiados en su aliento. Aquí estamos, Señor. No dejes de enviarnos.
Lectura
Del libro del profeta Isaías (6,1-2.3-8)
El año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor, sentado sobre un trono muy alto y magnífico. La orla de su manto llenaba el templo. Había dos serafines junto a él, con seis alas cada uno, que se gritaban el uno al otro: “Santo, santo, santo es el Señor, Dios de los ejércitos; su gloria llena toda la tierra”. Temblaban las puertas al clamor de su voz y el templo se llenaba de humo. Entonces exclamé: “¡Ay de mí!, estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, porque he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos”. Después voló hacia mí uno de los serafines. Llevaba en la mano una brasa, que había tomado del altar con unas tenazas. Con la brasa me tocó la boca, diciéndome: “Mira: Esto ha tocado tus labios. Tu iniquidad ha sido quitada y tus pecados están perdonados”. Escuché entonces la voz del Señor que decía: “¿A quién enviaré? ¿Quién irá de parte mía?” Yo le respondí: “Aquí estoy, Señor, envíame”.
Salmo Responsorial (Sal 137)
R/. Cuando te invocamos, Señor, nos escuchaste.
De todo corazón te damos gracias, Señor,
porque escuchaste nuestros ruegos.
Te cantaremos delante de tus ángeles.
Te adoraremos en tu templo. R/.
Señor, te damos gracias
por tu lealtad y por tu amor;
siempre que te invocamos nos oíste
y nos llenaste de valor. R/.
Que todos los reyes de la tierra
te reconozcan al escuchar tus prodigios.
Que alaben tus caminos,
porque tu gloria es inmensa. R/.
Tu mano, Señor, nos pondrá a salvo,
y así concluirás en nosotros tu obra.
Señor, tu amor perdura eternamente;
obra tuya soy, no me abandones. R/.
De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios (15,1-11)
Hermanos: Les recuerdo el Evangelio que yo les prediqué y que ustedes aceptaron y en el cual están firmes. Este Evangelio los salvará, si lo cumplen tal y como yo lo prediqué. De otro modo, habrán creído en vano. Les transmití, ante todo, lo que yo mismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, como dicen las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según estaba escrito; que se le apareció a Pedro y luego a los doce; después se apareció a más de quinientos hermanos reunidos, la mayoría de los cuales vive aún y otros ya murieron. Más tarde se le apareció a Santiago y luego a todos los apóstoles. Finalmente, se me apareció también a mí, que soy como un aborto. Porque yo perseguí a la Iglesia de Dios y por eso soy el último de los apóstoles e indigno de llamarme apóstol. Sin embargo, por la gracia de Dios, soy lo que soy, y su gracia no ha sido estéril en mí; al contrario, he trabajado más que todos ellos, aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios, que está conmigo. De cualquier manera, sea yo, sean ellos, esto es lo que nosotros predicamos y esto mismo lo que ustedes han creído.
R/. Aleluya, aleluya. Síganme, dice el Señor, yo los haré pescadores de hombres. R/.
Del santo Evangelio según san Lucas (5,1-11)
En aquel tiempo, Jesús estaba a orillas del lago de Genesaret y la gente se agolpaba en torno suyo para oír la palabra de Dios. Jesús vio dos barcas que estaban junto a la orilla. Los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió Jesús a una de las barcas, la de Simón, le pidió que la alejara un poco de la tierra, y sentado en la barca, enseñaba a la multitud. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: “Lleva la barca mar adentro y echen sus redes para pescar”. Simón replicó: “Maestro, hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado nada; pero, confiado en tu palabra, echaré las redes”. Así lo hizo y cogieron tal cantidad de pescados, que las redes se rompían. Entonces hicieron señas a sus compañeros, que estaban en la otra barca, para que vinieran a ayudarlos. Vinieron ellos y llenaron tanto las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús y le dijo: “¡Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador!” Porque tanto él como sus compañeros estaban llenos de asombro al ver la pesca que habían conseguido. Lo mismo les pasaba a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Entonces Jesús le dijo a Simón: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres”. Luego llevaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.