25 de mayo de 2025
Amar a Jesús. Cumplir su palabra. Creer en Él. La Pascua intensifica nuestra adhesión al Señor, llenándonos de alegría y confianza. En realidad, antes de que nosotros lo amemos, antes de que cumplamos su palabra y creamos en Él, su Padre nos ha amado. Ha dispuesto poner su morada en nosotros. Precisamente para ello nos ha instruído, nos ha salvado, nos ha orientado en el camino de la vida hacia la eternidad. Por eso nos abrimos al Espíritu Santo enviado por el Padre en el nombre de Jesús, que nos enseña todas las cosas, nos recuerda lo que Jesús ha dicho y nos establece en su paz. Una dulce intimidad nos introduce en el amor divino, asociándonos en Cristo a la vida de Dios.
Lejos, sin embargo, de entender esta gracia como una vivencia individual, se nos presenta también como un vínculo comunitario. En ello consiste la Iglesia. El discurso de Jesús se dirige a sus discípulos. Al grupo que ha aprendido a seguirlo y amarlo. Entre ellos se ha generado también una red de relaciones. Y a lo que son invitados es a participar de un amor que pertenece al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Desde el amor divino se nos concede generar lazos nuevos, que integran la vivencia natural de las relaciones humanas, pero que se elevan a un nivel insospechado. El mismo que es amor profundo se nos da, para que todos lo amemos a Él, nos amemos en Él y nos descubramos estrechados en la más noble comunión. La armonía de este amor es llamada “paz”. Pero no la paz del mundo. No la paz resultado de componendas y tensiones. No la paz impuesta a base de poderes y conveniencias. No la paz en la que se anula la vida, la libertad o la identidad. Es la paz que permite a cada uno ser plenamente él mismo, intensificando su originalidad en la medida que abraza al amado. Es la paz gozosa y serena que nos entrega el Resucitado. La que ya había adelantado en sus discursos de despedida: “La paz les dejo, mi paz les doy”.
En la historia de los discípulos, en la peregrinación de la Iglesia, esto está lejos de ser ausencia de conflictos. Las circunstancias exigen en muchos momentos discernir y decidir. Pero al creyente se le da el Espíritu Santo precisamente para recordar los criterios del Señor y orientarnos a la asimilación de su amor en las más diversas situaciones. La apertura a su acción es precisamente propiciar que las discusiones humanas se resuelvan no a partir de la fuerza o de la astucia, sino de la bondad, que proviene de Dios, y desarrolla la respuesta de los fieles. Comunitariamente, uno de los primeros altercados que hubo de enfrentar la Iglesia se refería a la pertenencia al judaísmo, desde el sello de la circuncisión. Algunos exigían que para ser cristianos, había que ser judíos. Pablo y Bernabé son enviados desde Antioquía a Jerusalén para tratar el asunto con los apóstoles y los presbíteros. La oración y la reflexión lleva a la comunidad a responder. Ciertamente hay una serie de conductas éticas que se esperan de los discípulos. Pero no deben imponerse cargas innecesarias. Y, en una carta que confirmaba lo que habían establecido en su discernimiento, pueden afirmar que aquello es decisión del Espíritu Santo y de los apóstoles y presbíteros.
La solución, que de cualquier manera no sería sencilla de poner en práctica, mostraba la disposición de todos a ser dóciles a Dios. No se trataba de una renuncia a los antecedentes de la primera alianza, sino a reconocer la novedad de lo que Cristo había traído con su muerte y resurrección, y que señalaba el sentido de la auténtica pertenencia a Él. Ello incluía renuncias a costumbres y apertura a horizontes inéditos. La vida espiritual surge con la frescura que vence la obcecación y el mantenerse por pura inercia. Hemos de reconocer que lo vivido por las comunidades de Antioquía y de Jerusalén y las personas pertenecientes a ellas, y que se extendió finalmente a toda la Iglesia, a pesar de las contradicciones, no estaba ausente del amor y de la paz. Al contrario: era el modo de garantizar dentro de las condiciones del tiempo y de las intervenciones humanas la verificación de la comunión en el amor proveniente del Espíritu Santo.
La paz definitiva a la que se nos invita, sin embargo, no se estaciona en los conflictos de la historia. La esperanza nos lleva más lejos, hasta la visión de la ciudad santa, que desciende del cielo, llena de belleza, de luz y de armonía. Toda ella está impregnada de amor, del amor que la permea por entero, de modo que no necesita templo alguno, porque el Señor Dios todopoderoso y el Cordero son el templo. La comunión con ellos edificando el horizonte de plenitud de todo esfuerzo humano y el supremo don divino supone, ciertamente, la participación en el amor de los que están en ella. Que sea una ciudad la imagen de la plenitud nos confirma en el carácter personal y social de la misión cristiana.
Aquí estamos, cumpliéndola una vez más. La Liturgia nos hace accesible el amor divino, nos inunda de él, nos convoca y reúne desde nuestras circunstancias y nos adelanta la perfecta luz de la Jerusalén celestial. Dispongámonos a ser dignamente integrados en ella, por la conversión, la reconciliación y la generosidad, los frutos del Espíritu en nuestros corazones y nuestras comunidades.
Lectura
Del libro de los Hechos de los Apóstoles (15,1-2.22-29)
En aquellos días, vinieron de Judea a Antioquía algunos discípulos y se pusieron a enseñar a los hermanos que si no se circuncidaban de acuerdo a la ley de Moisés, no podrían salvarse. Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé; al fin se decidió que Pablo, Bernabé y algunos más fueran a Jerusalén para tratar el asunto con los apóstoles y los presbíteros. Los apóstoles y los presbíteros, de acuerdo con toda la comunidad cristiana, juzgaron oportuno elegir a algunos de entre ellos y enviarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Los elegidos fueron Judas (llamado Barsabás) y Silas, varones prominentes en la comunidad. A ellos les entregaron una carta que decía: “Nosotros, los apóstoles y los presbíteros, hermanos suyos, saludamos a los hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia, convertidos del paganismo. Enterados de que algunos de entre nosotros, sin mandato nuestro, los han alarmado e inquietado a ustedes con sus palabras, hemos decidido de común acuerdo elegir a dos varones y enviárselos, en compañía de nuestros amados hermanos Pablo y Bernabé, que han consagrado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo. Les enviamos, pues, a Judas y a Silas, quienes les transmitirán, de viva voz, lo siguiente: ‘El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido no imponerles más cargas que las estrictamente necesarias. A saber: que se abstengan de la fornicación y de comer lo inmolado a los ídolos, la sangre y los animales estrangulados. Si se apartan de esas cosas, harán bien’. Los saludamos”.
Salmo Responsorial (Sal 66)
R/. Que te alaben, Señor, todos los pueblos. Aleluya.
Ten piedad de nosotros y bendícenos;
vuelve, Señor, tus ojos a nosotros.
Que conozca la tierra tu bondad
y los pueblos tu obra salvadora. R/.
Las naciones con júbilo te canten,
porque juzgas al mundo con justicia;
con equidad tú juzgas a los pueblos
y riges en la tierra a las naciones. R/.
Que te alaben, Señor, todos los pueblos,
que los pueblos te aclamen todos juntos.
Que nos bendiga Dios
y que le rinda honor el mundo entero. R/.
Del libro del Apocalipsis del apóstol san Juan (21,10-14.22-23)
Un ángel me transportó en espíritu a una montaña elevada, y me mostró a Jerusalén, la ciudad santa, que descendía del cielo, resplandeciente con la gloria de Dios. Su fulgor era semejante al de una piedra preciosa, como el de un diamante cristalino. Tenía una muralla ancha y elevada, con doce puertas monumentales, y sobre ellas, doce ángeles y doce nombres escritos, los nombres de las doce tribus de Israel. Tres de estas puertas daban al oriente, tres al norte, tres al sur y tres al poniente. La muralla descansaba sobre doce cimientos, en los que estaban escritos los doce nombres de los apóstoles del Cordero. No vi ningún templo en la ciudad, porque el Señor Dios todopoderoso y el Cordero son el templo. No necesita la luz del sol o de la luna, porque la gloria de Dios la ilumina y el Cordero es su lumbrera.
R/. Aleluya. El que me ama, cumplirá mi palabra, dice el Señor; y mi Padre lo amará y vendremos a él. R/.
Del santo Evangelio según san Juan (14,23-29)
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “El que me ama, cumplirá mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada. El que no me ama no cumplirá mis palabras. La palabra que están oyendo no es mía, sino del Padre, que me envió. Les he hablado de esto ahora que estoy con ustedes, pero el Consolador, el Espíritu Santo que mi Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo cuanto yo les he dicho. La paz les dejo, mi paz les doy. No se la doy como la da el mundo. No pierdan la paz ni se acobarden. Me han oído decir: ‘Me voy, pero volveré a su lado’. Si me amaran, se alegrarían de que me vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Se lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, crean”.