17 de noviembre de 2024
“Mis palabras no dejarán de cumplirse”. El Señor Jesús nos coloca en nuestro tiempo de cara a su intervención salvífica definitiva. En realidad, ésta ha ocurrido ya. La historia se encuentra ya marcada por la salvación que Dios nos ha ofrecido y ha cumplido, precisamente en la muerte y resurrección de su Hijo. La generación de Jesús vio ya la plenitud del amor de Dios. A partir de ella, se ha podido prolongar la plenitud de los tiempos en cada corazón y en cada comunidad que ha acogido el proyecto divino y lo ha hecho su regla de vida. Cristo ya ofreció un solo sacrificio por los pecados y sentó para siempre a la derecha de Dios. El árbol de la humanidad ha madurado, y están en él los frutos infinitos de la salvación. Una vez que los pecados han sido perdonados, ya no hacen falta más ofrendas por ellos. La voz definitiva se ha escuchado en el Hijo encarnado, y su testimonio veraz nos ha concedido acceso a la vida eterna.
A la vez, entendemos que a nosotros nos corresponde cruzar en la navegación de los tiempos por las tribulaciones que tejen nuestra vida. Por el bautismo se nos ha sellado ya como elegidos de Dios y se nos ha concedido la participación en la vida divina. La promesa nos alcanza en cada instante de la existencia: aunque atravesemos períodos de angustia, incluso aquellos que nos resultan inéditos, como no los hubo desde el principio del mundo, nuestro horizonte es la salvación definitiva, la salvación del pueblo de Dios, de todos aquellos cuyos nombres están escritos en su libro. Al presente lo debe acompañar siempre el recuerdo del futuro que se nos ha proclamado, la conciencia de la eternidad en la que se nos ha enraizado. Porque, en efecto, recorriendo el camino de la vida, nos orientamos a la saciedad del gozo en la presencia de Dios, a la alegría perpetua junto a Él, como estado último de nuestra persona, de toda la humanidad y de toda la creación. Y ella no desdibujará, sino que expresará en la plenitud del color la figura que hayamos delineado en la danza de nuestras obras.
Más allá de los signos cósmicos que puedan asombrarnos, que acompañan a cada generación y que a veces se concentran, llegará el momento decisivo en que veamos venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder. Y ese destino alcanzará el universo entero, de modo que sean congregados los elegidos desde los cuatro puntos cardinales y desde lo más profundo de la tierra a lo más alto del cielo. Nadie está exento de calibrar sus acciones en la medida del amor divino. Y entonces la multitud de los que duermen en el polvo, despertarán; unos para la vida eterna, otros para el eterno castigo. El criterio de todo discernimiento brota siempre de Jesucristo, el Hijo del hombre. En el momento final, podemos estar seguros de que sus enemigos serán puestos bajo sus pies. Será derrotado, como ya lo fue en principio en la Pascua del Señor, el pecado, todo mal, la muerte y el fracaso. Y sólo quedará como reflejo de la gloria divina la luz que irradia la belleza de la obra de Dios y la bondad del cumplimiento de la voluntad de Dios. Los guías sabios brillarán como el esplendor del firmamenteo, y los que enseñan a muchos la justicia, resplandecerán como estrellas por toda la eternidad.
El año litúrgico se apresura a desembocar, como signo de la eternidad, en su comienzo. Por ello el anuncio de la salvación y la memoria de la responsabilidad de las acciones nos apremian hacia el juicio de Dios. Con toda su gravedad, pero también con toda su hermosura. Conocemos al Hijo del hombre que es el juez de vivos y muertos, y que es el mismo que está sentado a la derecha de Dios, el mismo que murió por nosotros para conducirnos, más allá de la corrupción, a la morada eterna del Padre. No podemos anular de la percepción de nuestros tiempos el gesto definitivo de la plenitud de los tiempos cumplido ya en su presencia entre nosotros, ni descuidar el último punto de llegada no en la muerte, sino en la resurrección. Esa es nuestra esperanza, la esperanza viva que nos mantiene alerta, que nos hace fuertes para enfrentar las dificultades, que nos estimula a no ser arrastrados por las tentaciones, que nos vigoriza a perseverar en la justicia, el amor y la paz, que nos entrelaza como hermanos y nos compromete como agentes de verdad y de bien.
En la batalla de la salvación, sabemos que se levanta Miguel, el gran príncipe que defiende al pueblo de Dios, y con Él todas las fuerzas visibles e invisibles del amor divino, capaces de derrotar el misterio de la iniquidad. Pero en la vena más profunda de la historia, es la sangre del Hijo de Dios la que late impregnando con su intenso carmesí toda la obra divina con su gloria. Para nosotros, como bebida de fiesta se nos ofrece en el único cáliz de la vida plena. Que su aroma y consistencia nos estimulen a perseverar a lo largo de nuestro tiempo en la alabanza que brota a su nombre por la caridad y la gracia, y que nos adelanta y orienta a la vida eterna.
Lectura
Del libro del profeta Daniel (12,1-3)
En aquel tiempo, se levantará Miguel, el gran príncipe que defiende a tu pueblo. Será aquél un tiempo de angustia, como no lo hubo desde el principio del mundo. Entonces se salvará tu pueblo; todos aquellos que están escritos en el libro. Muchos de los que duermen en el polvo, despertarán: unos para la vida eterna, otros para el eterno castigo. Los guías sabios brillarán como el esplendor del firmamento, y los que enseñan a muchos la justicia, resplandecerán como estrellas por toda la eternidad.
Salmo Responsorial (Sal 15)
R/. Enséñanos, Señor, el camino de la vida.
El Señor es la parte que me ha tocado en herencia:
mi vida está en sus manos.
Tengo siempre presente al Señor
y con él a mi lado, jamás tropezaré. R/.
Por eso se me alegran el corazón y el alma
y mi cuerpo vivirá tranquilo,
porque tú no me abandonarás a la muerte
ni dejarás que sufra yo la corrupción. R/.
Enséñame el camino de la vida,
sáciame de gozo en tu presencia
y de alegría perpetua junto a ti. R/.
De la carta a los hebreos (10,11-14.18)
Hermanos: En la antigua alianza los sacerdotes ofrecían en el templo, diariamente y de pie, los mismos sacrificios, que no podían perdonar los pecados. Cristo, en cambio, ofreció un solo sacrificio por los pecados y se sentó para siempre a la derecha de Dios; no le queda sino aguardar a que sus enemigos sean puestos bajo sus pies. Así, con una sola ofrenda, hizo perfectos para siempre a los que ha santificado. Porque una vez que los pecados han sido perdonados, ya no hacen falta más ofrendas por ellos.
R/. Aleluya, aleluya. Velen y oren, para que puedan presentarse sin temor ante el Hijo del hombre. R/.
Del santo Evangelio según san Marcos (13,24-32)
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando lleguen aquellos días, después de la gran tribulación, la luz del sol se apagará, no brillará la luna, caerán del cielo las estrellas y el universo entero se conmoverá. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad. Y él enviará a sus ángeles a congregar a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales y desde lo más profundo de la tierra a lo más alto del cielo. Entiendan esto con el ejemplo de la higuera. Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las hojas, ustedes saben que el verano está cerca. Así también, cuando vean ustedes que suceden estas cosas, sepan que el fin ya está cerca, ya está a la puerta. En verdad que no pasará esta generación sin que todo esto se cumpla. Podrán dejar de existir el cielo y la tierra, pero mis palabras no dejarán de cumplirse. Nadie conoce el día ni la hora. Ni los ángeles del cielo ni el Hijo; solamente el Padre”.